jueves, 12 de noviembre de 2009

Manos a la obra.

Tras un extenso e inevitable letargo y tras el comentario de mi colega Adrian (jodido a ver si me haces una visita de una santa vez) que apuntaba hace unos días “Marina, Morfeo ya huele”, sí, he vuelto a la carga, lo he pensado y Morfeo apestaba. Pero la cuestión es que últimamente tengo dos amores, uno terrenal y obligatorio, y otro platónico y voluntario.
Mi amor terrícola, o como yo lo llamo, el beduino, es un amante insaciable que se tercia demasiado caprichoso y exigente cada minuto de mi día, como un niño que ansía la atención de su madre a cualquier precio. Me nutre de vida a la par que me la roba lentamente y, a menudo, suele recordarme la importancia de la retórica y que hace un milenio que no me siento a plasmar mis devaneos.
Mi amor cósmico es sólo una manera de pasar el poco tiempo que el beduino me deja ahora que Omar -alhamdu lillah- ha quedado relegado al olvido. Y, ¡¡¡grrr ay omá que rico el obrero tío bueno!!! Voy a ser sincera y reconoceré que cuando me aburro en clase de literatura, que es siempre, me hecho un montón de polvos mentales con él, de tal manera que cuando salgo y me preguntan cómo ha ido la lección magistral del Dr. Puig siempre contesto “excelente, es una fiera”.
Cuando voy a comprar el pan, divina, por supuesto, ahí lo veo colocando los baldosines que luego yo pisaré, y cuando vuelvo ya se ha quitado la camiseta. ¡sí, sí¡- clama un voz dentro de mí ¡¡quítatelo todo!!
Así que, de vuelta a la ciudad del viento descontrolado, me digo a mí misma que como no lo vea me encadeno a las vallas que cortan el paso de los coches y no paro de reivindicarme hasta que se presencie el “obrero tío bueno”, aunque lo mismo llegando a ese extremo el tío me dejaba ahí toda la noche y al día siguiente aparecía yo, cabizbaja y desnutrida, con una cierta similitud a la loca de los gatos de los Simpsons.
Total, que salgo el lunes y no está por ninguna parte, mierda, joder –juro en hebreo- debe de estar metido en una zanja ocupado con alguna tubería que, por cierto, no es la mía, hasta que de repente, alguien que no alcanzo a distinguir bien porque soy miope perdida, levanta la mirada hacia mí, y ahí la deja, suspendida en el aire. Sí, nos miramos hasta que el cuello no me da más de sí y me voy a casa sumida en un mar de incertidumbre y preguntándome si algún día llegaré a reunir el valor necesario para acercarme y decirle, “obrero de mis sueños de clase de literatura, necesito que me hagas un reforma, general a poder ser”.


מרינה