jueves, 16 de abril de 2009

Capítulo 64.

Nunca sentí una fuerte pasión por la fruta, al igual que el pescado, siempre fue mi punto débil. Mi madre se desesperaba ante mis repetidas negaciones y se las ingeniaba como podía para que comiese, pero yo, mujer de ideas fijas, rara vez consentía meterme un pedazo de lo que fuese a la boca. Y ahora que disfruto de esta libertad maternal en este tema, puedo decir, no orgullosa de ello, que en cuatro años apenas la he probado.
La odio. Ese primer mordisco ácido, eso de tener que pelarla, o peor, tener que comerla con piel, la textura, los huesos, las pepitas, los hilos, el caldo que se te escurre por las manos, que luego se te quedan mostosas. Tal es mi antipatía hacia este tipo de fruto de la tierra que llega a traducirse en desconocimiento total.
Me armo de valor y me vuelvo a presentar en el mercado esta mañana. Me acerco al puesto de frutas y verduras. Todas están muy ordenadas y tienen unos colores tan vivos que me decido y me compro un montón de fruta. Fresas, plátanos, kiwis, manzanas, peras y albaricoques.
Vuelvo a casa con toda mi compra y, emocionada ante tanta variedad, saco para comer en ese momento lo que yo creo que es un albaricoque. Pero no, lo que yo creo que he comprado no es lo que he comprado. Inicio una discusión con Joy porque no me puedo creer que lo que yo tengo entre las manos sea una ciruela. Me niego, cómo no voy a saber distinguir entre un albaricoque y una ciruela, pienso. Será Joy, que con estas cosas del idioma confundirá palabras, pero esto no es una ciruela.
Me obceco, no pienso que esta vez no estoy en lo cierto, hasta que Oli me confirma que sí, que es una ciruela, y que yo soy tonta del culo, porque a mis 22 años y no saber diferenciar entre dos frutas tiene delito.
מרינה

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